viernes, 17 de febrero de 2012

Océanos y bosques, por Alfredo Torres.


Bosques encantados, amaneceres deslumbrantes
Ante los escenarios boscosos de Sylvana Lobato, una mirada displicente, apresurada, poco sensible, trae la memoria anecdótica de variados bosques. Es decir, el recuerdo convencional que suponen las columnas de los troncos, los diferentes follajes, los suelos quejumbrosos. Sin embargo, quien se proponga una mirada más profunda, más cuidadosa, dejándose estar en una acogedora lentitud, comenzará sus travesías imaginativas, sus vuelos por recovecos azarosos, por geografías casi ignoradas de otras memorias. Así, van llegando evocaciones muy distintas. Certezas huidizas, casi inasibles, germinadas en lo poético, en los escenarios inabarcables del mito.
La realidad, tal como se presenta cotidianamente, es poco propensa a mostrar sus territorios casi secretos, sus napas imprevisibles, sus raras e impensadas milagrerías. Le corresponde a la mirada del arte revelar esos territorios esquivos. Para empezar, liberar las rutinas del color o abrir los juegos cromáticos hacia horizontes presididos por lo inesperado, por lo in-convencional. Los marrones de las cortezas se enjoyan con tonos de una libertad absoluta. Se mantienen algunos marrones, algunos ocres, algún siena, quedan como sedimentos primitivos. Sobre ellos, se instalan otros valores expresivos. La levedad de los rosados, su suave delicadeza. La limpidez de azules claros y celestes, casi como desacatados, irreverentes parcelas que quieren jugar a una especie de contra-cielo. Los verdes reaparecen de tanto en tanto, pero relegan todo protagonismo, tan solo aletean en el concierto cromático. También, muy sutilmente, florecen pequeñas parcelas rojas, amarillas, fucsias o turquesas. En otros troncos, se intenta el simulacro de una apariencia traslúcida. En la curvatura pretende acercarse a la arenosa suavidad del vidrio. Entre los troncos el cielo decide tejer un cadencioso encaje, una rítmica filigrana. Arriba, el follaje desobedece los sistemas ordenados de la botánica habitual. Se multiplica de manera tan etérea como liberada, jugando a veces a ser una especie de multitud conformada por coloridas cometas. Un estallido cercano al delirio de rítmicos triangulados, casi como desasidos banderines, como estandartes tan ligeros que amenazan escaparse por el aire . De tanto en tanto, entre ese concierto de colores deslumbrantes, incitador del asombro y la fábula, aparecen objetos aún más insólitos. Una muñeca abandonada o, quizás, una pequeñísima ninfa de algún bosque perdido en el acopio de historias infantiles. Formaciones fungiformes que brotan al pie del tronco o que se adhieren en ensimismadas islas sobre las cortezas. Ojos misteriosos, tan perturbadores como cautivantes. Extraños frutos, flores desconocidas. Un desconcertante dado exhibiendo la desvalida certeza de un azar indomesticable . Piedras que se confunden con huevos, o a la inversa. Parcelas estampadas por algún hacedor de banales pero hermosos hechizos. Íconos que recuerdan a delicados pájaros, musicales rizomas e hidrografías ingobernables.
Por cierto, toda esa orfebrería expresiva no se reduce a un atractivo ornamento. Es el sustento de toda la densidad expresiva. Comenzando por la estructura compositiva, por la habilidad de fundamentar cada imagen en una precisa fundamentación compositiva, sin que la misma sea ostensible, sin que el dibujo que delimita áreas y las conecta se imponga sobre esas áreas, las haga funcionar de manera subalterna. Por lo contrario, el armado compositivo se funde, se dispersa, en el juego constante de líneas y áreas. El curioso follaje, el juego de los ramajes, atrayéndose y rechazándose, definen con extrema sutileza toda la escenografía de la imagen. Sin rigidices, sin el entablillado de la ortodoxia geométrica.
Los despliegues instaurados por los ricos, multiplicados matices de los colores, son el segundo aporte expresivo determinante. Rojos terrosos, verdes muy secos, contrapesando la luminosidad de celestes y blancos, en medio de ese contrapunto, la presencia errante de un naranja sedoso o de un rojo mesuradamente pasional. No hay variantes de clima cromático que subrayen la cercanía de lo terreno o un posible simbolismo de lo celestial. En la zona del suelo, los colores son más potentes, más densos. A medida que la obra avanza verticalmente, apenas se concede un mayor protagonismo a la claridad de la luz.
Si en los bosques todos los elementos aparecen fluidamente vinculados, entramados, en un juego constante cercano a ritmos y contra-ritmos visuales, los amaneces sobre el mar se acercan a una lentísima obertura que nace en un suavísimo adagio y crece hasta una casi caótica eclosión. Una eclosión que no tiene efectos devastadores sino que reinventa el paisaje. Ambos altares solares pueden ser el registro de un amanecer o de un atardecer. Este escribidor, en su función adyacente de contemplador, elige que sean amaneceres, por sus implicancias siempre inaugurales, por su renovación paradojalmente igual y siempre diferente. En uno de ellos, el sol parece borrar la línea del horizonte, deshacerla en un dulce estallido, desmigar el escenario todo en una danza de incontables pequeñas formas que navegan por un cielo alegremente confuso. Flores, apenas pétalos, orbitan en torno a la gran esfera de un amarillo anaranjado. Pétalos rosados, azules, verdosos, anaranjados, algunos casi perlados, intentando una complicidad mimética con el agrisado mar. En el otro amanecer, el sol parece entregar a la playa, al mar, al cielo donde se inflama, una serie de nerviosos individuos recién nacidos, estremecidos por sus afanes vitales. Ejemplares de una prodigiosa flora submarina entreverándose con el juego envolvente del oleaje, dejando mezclar sus formas irregulares, inquietantes, recordando, una vez más, que la realidad trasciende lo visible. Que es necesario, como sostiene Sylvana Lobato en su breve texto, que el arte es siempre un ejercicio que enseña a creer y por eso mismo acarrea el don de crear.
Una última observación sobre la atmósfera que trascienden todos estos paisajes. La curiosa y entramada intersección entre una vitalidad plena, desbordante, la presencia de una alegría y una recurrencia constante a las tersuras de la luz, con un dejo de rara melancolía. Una melancolía que, seguramente, no surge del desencanto frente a las dificultades para fecundar la alegría, sino de esa sedosa tibieza que deja la certeza de su finitud.
Alfredo Torres

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